jueves, 13 de septiembre de 2007

Un encuentro feliz

Crónica de altura

Al hermano mayor, Rubén, médico veterinario y desde hace poco muy lejos, en una fábrica de automóviles al sur de Tokio, le frotaron los pies con los cuernos de venado que había en casa del abuelo para que caminara antes que aprendiera a pedir la pila. La madre cuenta orgullosa que por esa razón a los ocho meses de venir a este mundo ya andaba por cuenta propia. Desde niño fue un mataperro: salía de casa sin avisar y sin compañía del hermano menor, por lo demás, siempre empecinado a seguirlo a todo lado, y hoy cronista de esta historia.

Mucho antes de morirse de un paro cardíaco, el abuelo Manuel Oliden, un hacendado que se libró de la Reforma Agraria no se sabe cómo, solía ir de caza una vez al año a las lomas de Yaután y Pariacoto para regresar entrada la noche y darse -orgulloso él- una vuelta por la plaza de armas de Casma, en la costa norte, con los venados colgados del viejo jeep de los años 40 que los amigos le envidiaban.

Aún recuerdo que en el salón principal de la casa de los Oliden, las astas de los venados servían para colgar los sombreros de los visitantes. Una de esas, con la que le restregaron los pies al hermano veterinario, se vino con nosotros y aunque terminó por perderse de tanta mudanza familiar, fue motivo del error maternal: el hijo mayor se convirtió en un andariego empedernido y debe ser precisamente por eso que hoy está al otro lado del planeta.

Había visto venados en el zoológico de Lima y en el Tierpark de Berlín pero fue en Sajonia, al sureste de Alemania, donde pude saborear su carne ahumada al fuego de una barbacoa en un paseo de fin de curso al que fuimos invitados los estudiantes extranjeros del Instituto Ernst Thällman, un año antes de la caída del Muro.

En su hábitat natural, libres y felices, sólo los he visto dos veces. La primera, en la primavera del 2005 en las alturas de Viraco, frente a la cara sur del Coropuna, camino al Valle de los Volcanes. Era una tropilla de diez venados comandados por un macho de respetable cornamenta. La segunda, ocurrió hace dos semanas, el sábado 1º de setiembre, hacia las siete de la mañana, poco después de partir hacia Lloque, un pueblo de la cuenca alta del río Tambo, en la sierra moqueguana, a donde se llega sólo después de trepar las faldas del Pichu Pichu, vadear las orillas saladas de Salinas y torear la bravura del Ubinas en dirección al sureste.

Fue un encuentro feliz y afortunado. Por la ocasión de apreciarlo y por la ventura de fotografiarlo. El bello ciervo –separado quizá de alguna manada- levantó la cabeza, nos miró con eterna curiosidad y se protegió luego detrás de una roca. Sin perder el buen talante, se alejó de a pocos pero se volvió varias veces para medir el peligro ante nuestro asombro. Puso así a prueba su espíritu silvestre. Trotó después para guarecerse entre el ichu y los queñuales de Yareta Apacheta, un escarpado paraje dos kilómetros arriba de El Cimbral, en San Juan de Tarucani. Las imágenes se ven en esta página.


Era una taruca (hippocamellus antisensis), el ciervo de los Andes y frecuente víctima de los cazadores, que como el abuelo materno, han colocado a la especie en la ruta de la extinción. La taruca o venado andino, de la familia de los Cervidae, vive entre los 3 mil 500 a 5 mil metros, a diferencia del venado cola blanca que habita en los bosques subtropicales del norte peruano. Los machos se diferencian por las astas y el color oscuro del rostro. Su pelaje es grisáceo, alcanza los 80 centímetros y puede pesar hasta 65 kilos. Suelen aparearse durante el invierno y las crías nacen después de las lluvias de verano y tienen al puma como su depredador natural. Es una especie que se desplaza entre las estepas andinas y las montañas de Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador y Perú.

Está en riesgo de desaparecer pero aún se las ve en pequeñas manadas por Huarancante en las alturas de Yanque, en el cerro Chuca, en las faldas del Pichu Pichu o en las colinas próximas a Pampa de Arrieros. Así lo dice Moisés Esteban Quispe, 23 años, uno de los seis guardaparques del INRENA en la Reserva Nacional Salinas-Aguada Blanca y a quien ubicamos en Imata. Junto a otros 35 guardaparques comunales -campesinos voluntarios conscientes de la biodiversidad de la Reserva- Moisés Esteban Quispe, administrador de profesión, está dedicado a tiempo completo a la protección y conservación de tarucas, guanacos y suris, las especies en estado vulnerable que ocupan este territorio entre las provincias de Caylloma, Arequipa y Sánchez Cerro.

El último censo de fauna y flora en la Reserva se realizó en el 2003 pero no hay  certeza de la población de tarucas cuenta Horacio Zeballos, biólogo de DESCO, institución que por encargo del INRENA gestiona y administra la Reserva. En Chile y Argentina sin embargo, hay estudios más precisos sobre el venado andino. La Corporación Nacional Forestal y la Universidad de Tarapacá realizaron durante el 2006 un censo satelital de guanacos y tarucas en la provincia de Parinacota (limítrofe con Tacna y con el suroeste de Bolivia) utilizando el satélite Quick Bird II de la empresa norteamericana Space Imaging. Se detectaron en esa provincia cordillerana apenas 297 tarucas machos y 290 hembras, y 4 mil 837 guanacos.

En el año 2000 el gobierno peruano declaró a la taruca “en peligro de extinción” (clasificación de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) pero en el 2004 la especie pasó a la situación de “estado vulnerable”. Han propiciado estos cambios favorables la reducción de la caza ilegal, la creación de áreas naturales protegidas y las normas legales orientadas a la preservación del ecosistema.

Es tarea de autoridades y ciudadanos proteger la población de tarucas no sólo en la Reserva Salinas-Aguada Blanca sino además en las alturas de Castilla, Condesuyos y La Unión, territorios en los cuales los avistamientos son frecuentes pero donde no hay guardaparques ni policía ecológica.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Lloque para todos

Aquí muchos ya han aprendido a usar internet, especialmente las mujeres. Tienen curiosidad por saber. Los alumnos de la escuela vienen y hacen sus tareas. Están prohibidos los juegos de lunes a viernes. Ponemos énfasis en el software educativo multimedia que disponemos para que los niños gocen de  las ventajas de esta tecnología”.


René Puma Quispe, capacitador del programa de acercamiento de la tecnología informática a los campesinos de Lloque, un pueblo de las laderas del cañón que forma el río Tambo en su curso superior, en la sierra de Moquegua, confiesa estar sorprendido de la rapidez con la que las campesinas aprendieron a manejar los servicios de la red. Leonilda Coaguila Calisaya es una de ellas (en primer plano de la fotografía principal). Ella navega, dispone de correo electrónico y tiene cuenta en el messenger; y cómo no, ha hecho amigas y amigos a través del ciberespacio.

El programa impulsado por el Gobierno Local y el Proyecto Sierra Sur (que promueve negocios rurales y construcción de ciudadanía con apoyo del FIDA) acompaña a los servicios de la primera cabina municipal que opera en la zona y ha cambiado los hábitos vespertinos y nocturnos de niños y jóvenes de Lloque, una comunidad altoandina en donde hasta el año pasado no había energía eléctrica.

De lunes a viernes el costo es de 1.50 soles la hora y los sábados y domingos se eleva a 2 soles. La barrera del precio está orientada a desalentar a los niños y jóvenes en el uso excesivo de internet.

El módulo fue inaugurado formalmente la noche del 1º de setiembre pero fue abierto un mes atrás con resultados sorprendentes. El alcalde Matías Gutiérrez dijo que el encuentro entre Sierra Sur y la Municipalidad sobre una inversión de 34 mil 675 soles fue una decisión acertada.


Plaza de Lloque.