lunes, 30 de junio de 2008

Crónica de la felicidad

No hay lugar en donde la felicidad pueda ser más plena, frente al mar o a la orilla de cualquiera de sus lagunas, como en Mejía. En este apacible pueblo costeño no nací pero desperté a la vida y aprendí de ella. Aquí conocí el mar y la arena y pesqué mi primer tramboyo. En sus pantanos supe de las chocas, de las lizas, los patos silvestres y las garzas; del tren del mediodía y las monedas deformadas por sus ruedas metálicas. En sus lomas mis canillas soportaron los latigazos de la ortiga y fue aquí, en este balneario en donde me gradué de niño llevándome manzanas de huertos ajenos. En la Chirisuya hice mi primer enigmático descubrimiento (aún no resuelto), un cementerio de gorriones muertos enterrados y atados por el cordel extraviado de un viejo pescador. Y en la quebrada de Chule recogí piedrecitas de colores que alimentó la nutrida y pesada colección de mi padre.

Me bañé muchas veces desnudo con los amigos de la infancia en el Canal Madre y por ello casi terminamos una vez en la comisaría de manos del Gobernador. Disfruté de la historia de mi primer libro, Platero y Yo. Recuerdo, en esa época, haber sido llevado por mi padre a una librería de Mollendo, en donde estiré el dedo ante la vitrina para elegirlo y a donde hube de volver por otros, como Las aventuras de Tom Saywer, Las aventuras de Huckleberry Finn, Moby Dick, Las veinte mil leguas de viaje submarino, en el Nautilus y bajo el dominio del misterioso capitán Nemo.

No es la nostalgia de la infancia, son las extraordinarias experiencias que construyen nuestra identidad. De esas que marcan la vida y delinean los derroteros de la historia familiar y personal.

El tiempo, avanzó inexorable y dejó su huella. Y Mejía está impregnada en la memoria.