
En la ruta hacia el Pacífico, el río Cotahuasi serpentea entre quebradas y montañas, nutriéndose de riachuelos que bajan de las cumbres, entre los cuales aparecen pequeños valles en donde el hombre andino labra la tierra para recibir de la naturaleza los frutos más codiciados.
En uno de estos se asienta Quechualla, prodigioso territorio de la uva y del vino. Su aislamiento es una ventaja. Aquí la huella del hombre casi no vulnera el equilibrio ecológico. A pie o en mula, el viajero aprecia a lo largo de la ruta los más espectaculares caprichos de la naturaleza como la catarata de Sipia, el desfiladero de Huancaruna, el frondoso valle de Chaupo, el bosque de cactus gigantes, o los frutales de Velinga si el caminante se desvía 45 minutos de la ruta principal para ascender hacia este anexo en donde las lúcumas y las papayas lucen sus mejores cualidades desde los huertos a la vera de callejuelas empedradas.

Tras varias horas de caminata, luego de atravesar una abandonada ciudadela de muros y andenes incas, y de sobrepasar el puente colgante de Secocha (de igual nombre al pueblo que se encuentra a un día y medio de camino aguas abajo, ya cerca del valle de Ocoña, en la costa), aparece Quechualla colgado de la ladera izquierda del cañón de Cotahuasi, muy cerca del río. Un último tramo por un camino arenoso en el llano y sinuoso en el ascenso nos lleva a la calle principal en medio de un frondoso bosque de naranjos.
En este pueblo no hay luz eléctrica pero si mucha energía para producir los vinos más apetecidos de todo Cotahuasi. La treinta familias que aquí habitan tienen viñedos y plantaciones de árboles frutales y se dedican también a la ganadería. Como otros pueblos de La Unión, aquí la principal virtud de sus habitantes es la sabiduría de llevarse bastante bien con la madre naturaleza.